Abril
Hoy, al mirarte a los ojos, supe que me había enamorado. Supe que te quería y quería estar contigo. Supe que al dejar tu lado, te estaría añorando, tu perfume, tu sonrisa, tus preguntas…No me preguntes cómo, ni cuándo ni por qué, pues desconozco la razón por la que mi corazón te eligió a ti. Tal vez fue tu penetrante mirada al hacerme el amor, tal vez tus acciones que desencadenaron una serie de sentimientos en mí que desconocía estar preparada a compartir. Fue hoy, al compartir ese momento íntimo de silencio, mirándonos el uno al otro, cuando me percaté por qué latía con tanta fuerza mi corazón. Sentí la necesidad incontrolable de besarte. No lo hice. “Te quiero.” Te dije. Me miraste como si te hubiera abofeteado con inmensa violencia.
“¿Qué dijiste?” Preguntaste, aturdido.
“Te quiero.” Repetí, perfectamente consciente de que me habías oído la primera vez.
Sentí cómo mi corazón se encogía y cómo me ahogaba un sufrimiento abrumador. Sentí la impaciencia de las lágrimas, luchando por saltar de mis ojos. Me contuve. No quise que me vieras llorar al ver tu reacción.
“No sé qué decirte. ¿No íbamos a mantener una relación casual? ¿Qué pasó?” Tus preguntas eran como puñaladas. Deseaba desesperadamente ver aparecer un agujero bajo mis pies y que la tierra me tragara. Un nudo cada vez más asfixiante se iba formando en mi garganta. Deseé no haber pronunciado aquellas malditas palabras que ya no podía recuperar.
¿Por qué decidí decirlas en ese momento? No lo sé. Tal vez creí que sentías lo mismo, que estabas preparado para recibir mi amor. Tal vez imaginé que sonreirías y dirías, “lo sé, y yo a ti.”
Me enfadé, pero no contigo, conmigo misma por haber sido tan ingenua. Por haberme creído ser la protagonista de una de aquellas películas románticas con las que crecí. ¿Acaso pensé que era Pretty Woman? ¿O Meg Ryan en ‘Cuando Harry encontró a Sally’? “Trágame, tierra”, pensé. “Si existe un dios, que algo ocurra ahora para sacarme de esta situación”, seguí deseando.
Pero nada ocurrió, y sentí que ya no podía contener más las lágrimas. No quería que sospecharas el dolor que tu reacción me había causado, así que fui al baño, pretendiendo tener que orinar; tranquila, compuesta y fría.
“¿Estás bien?” Preguntaste casual.
“Sí, sí…” Mentí. No sentí que realmente te importara. Tu pregunta resultaba superficial y trivial. “¡Qué coño te importa!” Quise decir. Pero no, mantuve mi compostura y, una vez en el baño, lloré en silencio, sentada en el suelo con la espalda contra la puerta. Lloré y me sentí vacía, despreciada e infinitamente pequeña. No sólo me sentí rechazada, pero mi ego se sintió herido.
Se encogió mi corazón y me resultó increíblemente difícil recuperar el aire. Alimentar a mis pulmones con ese oxígeno imprescindible que ahora parecía escapar ahogándome en mi propia tristeza. Me sofocaba; más aún porque sufría en silencio. No podía gritar, no podía hacer un sólo ruido. Mis ojos se hinchaban y sentía cómo mi rostro se distorsionaba, mi expresión no era la misma. Tenía que contenerme. ¿Cómo escapar de esa situación sin parecer que huía?
No podía tardar, así que me limpié la cara con agua fría e hice lo que pude para disfrazar mi aspecto. Un poco de maquillaje, pensamientos agradables…
Estabas sentado en el sofá. Habías apagado el televisor —maldición—. Me mirabas. Me leíste en segundos, pero no dijiste nada. No enseguida. “¿Qué esperabas?” Preguntaste cuando al transcurrir varios minutos yo seguía sin pronunciar palabra. “Sabías muy bien lo que sentía. Sabías que me interesaba otra chica. Sabías que lo nuestro era casual.”
“¿Cómo puede ser tan fácil para ti?” Pensé sin conseguir que las palabras escaparan mis labios, liberándose así de la celda que era mi mente. No pude sino mirarte. Mi mirada clavada en la tuya, perdida en la infinidad de tus ojos oscuros.
“No quiero que sufras. Dime, ¿qué puedo hacer? ¿Será mejor que dejemos de vernos?” Prosiguió.
“¡¡¡¡SÍ!!!!” Gritaba en mi mente, pero las palabras aún prisioneras en la misma, capaces de existir tan solo en mi pensamiento. Seguía mirándote, petrificada en el momento en que me preguntaste qué había dicho cuando ambos sabíamos que me habías escuchado perfectamente. Quise cambiar de tema. Cobarde, lo reconozco, pero la reacción inevitable. No podía ganar. Si te decía que no quería volver a verte, sufriría porque no volvería a verte. Si te decía que no importaba, que podíamos seguir viéndonos como habíamos hecho hasta entonces, sufriría porque sabía que, mientras yo te hacía el amor, tú tenías sexo conmigo. Sabía que mientras yo no podía imaginarme besando a otro, tocando a otro, tú no tendrías reparo en besar, amar o sentir tu cuerpo desnudo contra el de otra. El dolor era insoportable en ambos casos. El dicho resonaba en mi mente —mejor cortar por lo sano que sufrir la agonía—. Sí, claro, en teoría, ¿pero quién coño tiene la sangre tan fría? Yo, desde luego que no.
Estaba petrificada en una situación imposible. ¿Cuándo me volví tan sensible? ¿O siempre lo fui? ¿Por qué no podía ser una de esas mujeres con sangre fría que, al ser rechazadas, se envuelven en los brazos de otro para olvidar? ¿Que, fuertes y decididas, siguen para adelante, dejando atrás lo inútil? Fuertes y capaces de soltar el pasado y dejarlo como tal, reconociendo lo imposible y dejándolo ser.
Tal vez porque mantenía la esperanza de que, tal vez ahora no me querías, pero tarde o temprano lo harías, porque yo era la protagonista de mi vida y, como tal, saldría vencedora. Al fin y al cabo, ¿no lo había hecho siempre? ¿No era cierto que la palabra “no” no cabía en mi vocabulario? ¿Era arrogancia? Probablemente. Pero era joven y estaba dispuesta a comerme el mundo. Había compartido demasiado contigo, te había dado mi corazón. No cabía en mi razonamiento la posibilidad de que tú tenías tu propia voluntad y tu propio corazón y aquello era algo fuera de mi control. ¿Por qué no podía comprender eso? Mi vida hubiese sido otra historia si hubiese reconocido tal hecho. Ahora, en mi vejez, mirando atrás, recordándote y el amor que por ti sentí, posiblemente el más profundo que viví, descubro en retrospectiva lo equivocada que estaba en tantos aspectos. Cabezota (léase delirante). Es la única palabra que mejor describe mi comportamiento en esos años.
Septiembre
No escapé aquel día. Me escondí en mi propio interior. No volvimos a hablar del tema. Yo disimulé como que no me importaba y tenerte cerca se convirtió en mi prioridad. Olvidé cuidarme y supuse que estar lejos de ti dolería más que no tener tu corazón. Cuánto me equivoqué. Durante los meses que siguieron sentía la ardiente necesidad de preguntarte sobre la otra chica, pero cada vez que lo hacía, sentía que el corazón se me encogía un poco cada vez. ¿Lo estaré dañando aún más? Me preguntaba. ¿Por qué te hacía esas preguntas? ¿Era masoquismo? ¿O la inevitable necesidad de añadir drama a mi vida? Preguntas que, hasta este día, no he conseguido contestar.La mente es un núcleo complejo repleto de circuitos, sensores y todo tipo de nervios. Información que va y viene en milésimas de segundos. Además de todo lo que el cerebro es capaz de conseguir sin la ayuda de nuestro ser consciente, a veces aprende a dejar entrar pensamientos que aparecen de la nada y sin propósito alguno. Pensamientos que tal vez nos enredan el razonamiento y que parecen tan reales y tan posibles, que acabamos creyéndolos. He ahí el problema. Mis pensamientos me abrumaban. Me enganchaba a dichos pensamientos, cual drogadicto a su narcótico preferido. Esos pensamientos crecían y se convertían en sentimientos, y yo misma me encerraba en una realidad inexistente. Creía vehemente que sentías por mí algo que no existía, pero que tú aún no te habías percatado que estaba allí. Tan poderosa era esa creencia, que aún cuando comenzaste una relación seria con otra chica, me negaba a verlo. Podría decirse que padecía de un delirio agudo. No encuentro otra manera de explicarlo o entenderlo. El caso es que seguimos varios meses así. Tú perfectamente desapegado y yo apegándome cada vez más a una fantasía que era incapaz de romper. Incluso cuando sentía que el sexo no era más que sexo y pasabas más tiempo atento a tu teléfono que a lo que yo decía.
Aún así, estaba segura de saber mejor que tú mismo lo que realmente querías.
Enero
Año nuevo, vida nueva. Eso dicen siempre cada año. Como si nuestras personalidades fueran a cambiar mágicamente con el cambio del calendario.En mi caso, mi historia de ficción seguía vigente en mi mente, aún cuando te notaba cada vez más distanciado y con menos esmero de verme para compartir mi cama. Estaba segura de que tu relación con esa chica (o tal vez otra), se había vuelto más seria. Cosa que nunca me contarías porque, en tales casos, siempre me afectaba demasiado y esa parte de mí que tanto detesto se apoderaba de mi razón y mi vena celosa y posesiva se hacía cargo de mí. No era una sensación agradable. En momentos como aquellos sentía que perdía el control por completo. Así que dejaste de contarme tus otras aventuras. Hasta que te enamoraste. De pronto todo acabó. Sin más. Fui yo la que confesó que ya no podía más. Todo el asunto era muy doloroso. No podía amarte y compartirte por más tiempo, aún cuando no me habías confiado que había otra, yo era consciente de ello. Te dejé, pensando que, como siempre antes, volverías a mí. Esta vez no lo hiciste. Esta vez fue definitivo.
Más adelante…
Dolor como aquél es difícil superar. Me llevó mucho tiempo abrirme a otra persona, y mucho tiempo confiar en mí misma y recuperar mi cordura. Encontrar ese equilibrio que había perdido cuando andaba buscando que tú me validaras.Cuando lo pienso, me hiciste un favor. Seguir así contigo hubiese sido mi perdición. Todas las puertas que se abrieron en mi vida después de que lo nuestro terminara se debió a que me había vuelto a encontrar a mí misma. A la persona que era antes de ir buscando la validación de tantos hombres (o, tal vez siempre había buscado ese afecto ajeno, en lugar de buscarlo dentro de mí misma). Ahora utilizaba mi tiempo y energía para trabajar en lo que quería hacer con mi vida. Me felicidad se encontraba en mis metas, mis sueños y mis pasiones. Aprendí a conocerme a mí misma y a quererme tal cual era.
No hemos vuelto a hablar en muchos años, pero si alguna vez lees esto, quiero que sepas que agradezco haberte tenido en mi vida. Durante mucho tiempo sentí odio, rencor, desdén y todo tipo de sentimientos negativos hacia ti. Cuando por fin pude soltar toda esa carga que yo misma me echaba encima, entendí que fuiste necesario en mi vida para poder aprender a ser la persona que llegué a ser y que soy ahora, cuarenta años más tarde.
Sí, me enamoré. Tal vez pensabas que esta historia iba sobre ti. En parte, posiblemente, pero trata más del momento en que me enamoré de mí misma y de quién soy y de quién soy capaz (y fui capaz) de ser. En parte, te lo debo a ti.
Gracias por no enamorarte de mí.
20 de octubre, 2019