Natalia y lo que habita su mente

Historias, poesías, reflexiones y críticas literarias. Todo por el amor a la literatura…

El espejo

Llevaba un largo rato observándome al espejo. No, no era vanidad, era un intento más bien inútil de encontrarme en mi mirada. O, mejor dicho, encontrar a la niña que se escondía en mí a través de mis ojos. Siempre escuché que los ojos eran la ventana al alma, así que me decidí a poner dicha teoría en práctica. Creo que habrían pasado como quince minutos, desesperadamente buscando lo que no lograba encontrar. Tal vez eso es lo que pasa cuando una siente que la vida se le echa encima, los años la ahogan y las arrugas empiezan a asomar en un rostro que no deja lugar a dudas el paso de los años. Tal vez es lo que ocurre cuando el último intento al amor se esfuma, dejando un vacuo tan oscuro y abismal, que parece que un agujero negro se ha introducido para no permitir que la luz, la alegría o la esperanza puedan penetrar. 

Fuera lo que fuese lo que esperaba hallar en aquel ejercicio, no lo conseguí, o tal vez hacer tal afirmación sea algo prematuro, pues algo sí que ocurrió, empero no lo que confiaba descubrir. 

Como he dicho, habían pasado ya varios minutos largos, cuando un destello inesperado apareció en el centro del espejo, justo donde se reflejaba mi nariz. No entendí de dónde procedía aquel brillo extraño, pues ninguna lumbre se reflejaba en ese ángulo, ni tan siquiera la del poderoso astro solar. Intenté ignorarlo y volver a concentrarme en mi mirada. “Venga, venga, venga, Alba, ¿dónde estás?” Insistí frustrada. También había leído en algún lugar que cuando una fuerza las cosas a que ocurran, lo que consigue es lo contrario. Me froté los ojos, y al volver la mirada al espejo, se había creado una especie de ilusión como si el centro fuera líquido y unas ligeras ondulaciones se formaran a partir del centro, cual agua que cambia de forma cuando una gota hace contacto con su superficie. Parecía que el centro del espejo se hubiese derretido y estuviese formado por una capa líquida de plata. Mi primer instinto era tocarlo, pero mi cerebro me avisaba que lo desconocido era peligroso, ¿o no había visto suficientes películas de terror y ciencia ficción en las que alguien mete la mano en algo extraño y se convierte en un ser líquido, o en piedra, o desparece o qué se yo? Pero la curiosidad luchaba con la razón. Por esta vez, la primera ganó la batalla. Recordé el dicho que Stephen King había utilizado en algunas de sus novelas: “la curiosidad mató al gato, pero la satisfacción le devolvió la vida.” Veamos si es verdad, me dije, y metí la mano hasta el hombro, recibiendo un cosquilleo agradable recorrer mi cuerpo, seguido de una fuerza poderosa que me absorbía. Sentí miedo y, asombrosamente, también me sentí exaltada e increíblemente revitalizada. Tal vez, al fin y al cabo, había encontrado a mi niña interior… ella hubiera metido el brazo. 

Cerré los ojos como un reflejo de protección, como si cerrarlos me salvaría la vida si fuese a caer en manos de algún monstruo hambriento o una reina amargada de las de los cuentos de hadas. 

Al abrirlos, me encontré en una casa moderna y amplia. Miré a mi alrededor, esperando encontrarme a los habitantes de tal hogar con algún arma para protegerse de tal intrusa. Al no oír ni ver a nadie, busqué algún lugar donde esconderme, o la puerta de la calle, o un espejo por el que volver a mi humilde vida que tanto dolor me producía en esos momentos. Tal vez me había desmayado y estaba soñando porque me había golpeado la cabeza, muriéndome en esos momentos en el suelo del baño de mi casa. “Qué morbosa eres, por dios,” pensé. Bueno, si estoy en el limbo, podré indagar un poco, ya que estamos. De pronto oí pasos que se apresuraban hacia mí, pero no eran pasos humanos, sino la carrera de un perro que se apresura a la puerta cuando siente la presencia de su amo. Me asusté, pensando que el perro de la casa habría oído algo que mi sentido auditivo no lograba percibir. Desesperada volví a buscar una puerta de salida. Vi la de un balcón y me apresuré a salir, pero según cerraba la puerta, un precioso pastor australiano saltó hacia mí como si fuese lo mejor que le hubiera pasado en todo el día. Aquel que ha tenido un perro sabe lo que es ser recibido por un can que no ha visto a su dueño en horas (¿días?). Caí al suelo sonriendo, y el animal se me subió encima, lamiéndome como si me conociera de toda la vida. Al sentarme descubrí que el balcón tenía vistas al mar: un extenso manto esmeralda cuya superficie se extendía hasta el horizonte. 

Me levanté, acaricié la cabeza de mi fiel amigo, que se había sentado junto a mí. Miré a mi alrededor. Respiré un aire tan puro que sentí que mis pulmones se purificaban con cada aliento. Decidí entrar en la casa e investigar. 

Cuál no sería mi sorpresa al descubrir mis libros favoritos en las estanterías, unas habitaciones y una decoración que reflejaban lo que siempre había soñado que mi hogar ideal sería, y fotos… de mí… mi familia y, por lo visto, una pareja que me hacía sonreír. 

Entré en el baño, pensando que igual me había reencarnado en otra persona, o tal vez esperando encontrarme tirada en el suelo, dispuesta a despertarme. Me miré en el espejo… y allí la vi. A la niña que había intentado encontrar con tanto esfuerzo. Cuando el destello y las ondulaciones volvieron a aparecer, sonreí, salí del cuarto, cerré la puerta, y fui a jugar con mi perro. 


27 de noviembre, 2022

Una puerta inesperada

—Bromeas, ¿verdad? Me estás tomando el pelo. ¡Venga ya!—

—Joder, ¡que no, tía! ¿Por qué iba a inventarme algo así?—

—Vamos a ver… pues para vacilarme un rato… ¿no será hoy el día de los inocentes, verdad?— Hizo un gesto como si estuviera reflexionando, colocando el pulgar y el índice en la barbilla, intentando seguirle la corriente a lo que, sin duda era, una broma estúpida. —¿Has estado leyendo H.G. Wells otra vez? ¿O tal vez te has vuelto a ver la serie esa alemana que tanto te gusta del viaje en el tiempo? Que, por cierto, ¿cómo se llamaba?— Frunció el entrecejo forzando una memoria que no parecía presentarse.

—No, mira, eso da igual. Lo que te digo es serio. Sabía que no me ibas a creer, pero estoy preparado a llevarte para que lo veas por ti misma. ¿Qué tienes que perder? Si me lo estoy inventando… uhmm… limpio tu habitación por un mes… — Contestó, temeroso de que su hermana le ignorara y le dejara sin poder compartir su secreto. ¿Acaso era un secreto? Sin duda alguien más debía haberlo descubierto… claro que el lugar, bueno, no era de lo más conspicuo, a ser sinceros. 

—Un año.— Dijo Amara sonriente, segura de que, si su hermano era tan ingenuo como para aceptar, se libraría de sus tareas hogareñas por todo ese tiempo. Ya estaba imaginando la de cosas que podría hacer con el tiempo libre que ganaría con dicha apuesta.

—Está bien. Vamos.— Respondió seguro de sí mismo. 

Amara se quedó un poco paralizada por la convicción con la que actuaba su hermano, y un tanto preocupada de su estado mental. 

—Tú sabrás. ¿Dónde dijiste que era? ¿En la cueva en la que buceamos aquella vez…?— Su memoria le fallaba de nuevo, pues no lograba recordar exactamente la fecha. 

—Sí, venga, ¡vamos!— Contestó impaciente Ismael. 

Al llegar, el mar bailaba con una calma hipnotizante, los rayos del sol acariciando con ternura su superficie, como si estuviera meciendo sosegadamente sus tenues olas. Su nitidez exponía el fondo que intentaba ocultarse del mundo, arena suave y rocas preparadas a atacar. Se podía, incluso, divisar la abertura de la cueva. Los hermanos estaban preparados, cada cual con sus aletas, gafas y tubo de buceo, listos a pegarse el chaparrón e investigar las alegaciones que Ismael parecía creer firmemente. 

Cuan peces acostumbrados al ritmo del océano, nadaron hacia la cueva. Ismael cogió a su hermana con su mano derecha, y con la izquierda hizo un gesto hacia un lado para indicarle el lugar al que se dirigían. Ella se dejó guiar, hasta que alcanzaron un espacio donde las rocas brillaban con una intensidad sobrenatural, como si estuvieran cubiertas de oro, o un polvo de diamantes. ¿Cómo no había visto antes tal fenómeno? Observó con intriga cómo su hermano apretaba una roca que parecía hecha de cuarzo rosado. De repente, se sintió impulsada hacia las rocas y un miedo invadió su ser. Iba a morir estampada contra esa pared geológica en el fondo del mar. Sin embargo, Ismael seguía sujetando con fuerza su mano, y de pronto notó tierra firme bajo sus pies y aire a su alrededor. Miró a su hermano a través de sus gafas, asombrada e incapaz de creer lo que veía. Ismael se quitó rápidamente los accesorios de buceo, abrió su mochila y sacó de ella una bolsa donde había puesto ropa y zapatos. Le tendió otra bolsa a su hermana. 

—Cámbiate antes de que nos vea nadie— Le dijo, un tono urgente visible en su voz. 

Su hermana le obedeció automáticamente, su cerebro seguía sin poder procesar que se encontraba, en bañador, aún con la piel húmeda del agua que la había rodeado no más de diez minutos antes, en un callejón en lo que parecía una ciudad —¿pero cuál?— estadounidense. 

—Lo sé… parece un sueño, o una pesadilla, dependiendo de tu perspectiva.— Su hermano la observaba con delicadeza, satisfecho de que obedecía sus órdenes y vestía algo que ni siquiera le pertenecía. 

—¿De dónde has sacado estas prendas?—Preguntó embobada, entendiendo por primera vez por qué su hermano había llevado consigo una mochila.

—Ahora te enseño.—Guardó lo que llevaban puesto al entrar en el agua en la bolsa de plástico y metió lo que pudo en la mochila. Lo escondió todo detrás de unos ladrillos sueltos en una pared detrás de unos contenedores de basura. 

—¿Dónde… ? ¿Cómo…?— Empezó a balbucear la joven.

—Jajajaja… espera a que veas el cuándo.— La interrumpió Ismael. Un destello de satisfacción y, más aún de emoción, bailaba en su mirada.

Cogidos de la mano, salieron del callejón como quien sólo ha entrado a indagar por algún ruido que le llamara la atención. Nadie mostró interés alguno por ellos. Amara no podía evitar sino mirar por doquier, encontrando edificios y vehículos que le recordaban a películas de ciencia ficción que había devorado toda su vida. 

—Pero… Es que… no entiendo… ¿cuándo?—

—Creo que la cueva en el mar esconde un portal que nos traslada en el tiempo y el espacio. Estamos en Chicago, de todos los sitios, en 2312.—Esperó la reacción de su hermana con una sonrisa que abordaba una victoria infalible. 

—Pero… yo… y… vamos… ¿siempre vuelves aquí?— Preguntó, algo temerosa e insegura. 

—Sólo he venido dos veces. La última vez me quedé medio día. Pero deberíamos volver pronto. Mamá y papá nos habían dicho de cenar fuera hoy, y no deberíamos tardar. Puedes volver cuando quieras. Parece bastante seguro. Tal vez podamos volver en otra ocasión y quedarnos unos días. Tendremos que planearlo.— Y cogiendo a su hermana de la mano nuevamente, la arrastró unos pasos hasta que ésta volvió algo en sí, asintió con la cabeza, aún algo anonadada, y regresaron al punto de partida, dispuestos a descubrir en el futuro próximo lo que escondía el futuro lejano. 


27 de noviembre, 2022 

Entre dos mundos

Semana tras semana, e incluso meses, Gabriela se embarcó en la búsqueda de su primer apartamento. Cada noche, se retiraba con una sonrisa en el rostro, convencida de que finalmente había descubierto el lugar ideal: con vistas al mar, espacio para sus mascotas y para sí misma, y, sobre todo, un refugio donde podía ser verdaderamente ella misma.

Había ocurrido un día en el que realmente no tenía planeada ninguna visita para explorar un piso más, pero su agente inmobiliario la había llamado con un listado de última hora que sabía le interesaría. 

—Es fenomenal. Sé que te vas a quedar con la boca abierta. Está un poco por encima de tu presupuesto, pero creo que vale la pena… Lo acaban de publicar, y no quiero que te lo pierdas.—

Bueno, había pensado ella. No tenía otros planes y había terminado todo el trabajo que tenía pendiente. Con optimismo y gratitud, se encaminó a su cita inesperada con el agente. 

La primera noche en su piso nuevo —sin decorar y sin tan siquiera tenía una cama hecha y derecha, sino un simple colchón que su madre le había proporcionado— había abierto la puerta del balcón para sentir la brisa recorrer su nuevo espacio y escuchar el canto de las olas según acariciaban con delicadeza la orilla. La luna vigilaba atenta como un centinela que debe llevar la guardia, redonda y brillante como una moneda de plata. 

Fue durante esa primera noche que escuchó un susurro extraño que la atemorizó ligeramente. Películas de terror recorrían con furor su mente para encender su imaginación que recorría caminos posibles e imposibles. 

“Cálmate,” pensó, “seguramente es uno de los bichos haciendo de las suyas.” Pero al mirar a su alrededor, descubrió que todos dormían en su cercanía. No, no eran ellos. 

“El viento, tal vez…” Se dijo, esta vez menos segura de sus palabras. 

—¿Cómo te llamas?— Oyó, como si alguien le hablase del otro lado de la pared. Se sentó en la cama, de repente sin sueño alguno. Primero creyó haberlo imaginado. O tal vez… ¿algún vecino? Pero era imposible. Su agente le había asegurado que las paredes eran gruesas y, aparte, ese lado daba a la calle. 

Pensó en gritar, pero recapacitó y decidió que gritar nunca le había ayudado a ninguna heroína en esas películas de miedo que tanto disfrutaba viendo. 

—¿Quién eres?— Preguntó, la voz le temblaba más de lo que hubiese querido. Decidió que posiblemente estaría soñando, así que le seguiría el juego a esa voz misteriosa.

—¿Me oyes? ¿De verdad me oyes?— La voz parecía alegre y, de cierta manera, inofensiva. Parecía pertenecerle a alguien sosegado.

Gabriela entabló una conversación que se extendió hasta el alba con su desconocido de la pared, que parecía llamarse Isma. Hablaron hasta que los rayos del sol bañaban la superficie del salón, donde había dejado las persianas abiertas. Había sido la mejor noche que había pasado con alguien del sexo opuesto sin estar con él.

Fue la primera noche de muchas, aunque no siempre tan largas. Isma le explicó que, de alguna manera, se había quedado atrapado en ese apartamento, que le había pertenecido a su hermano. Una noche, durante una cena entre amigos en dicho apartamento, un fuego accidental había cobrado su vida. Por suerte, los demás habían escapado. Su hermano, deshecho, había decidido vender el lugar tras renovarlo completamente. Gabi había llorado durante el relato, lágrimas silenciosas que recorrían sus mejillas y humedecían su almohada. 

—Lo siento.— Había dicho con palabras prácticamente inaudibles y que Isma había capturado, así como el sonido que sus lágrimas hacían al caer en la almohada. Gabi sintió cómo una mano invisible le secaba las lágrimas y acariciaba su rostro con ternura. —¿Cómo… ? ¡Te he sentido!— Exclamó sorprendida. 

La manó se apartó precipitadamente, con temor. 

—Lo siento… no era mi intención… no pensé que… No quise incomodarte… Perdona.—

—No lo has hecho… de lo contrario. Simplemente no pensé que fuera posible. Lo cierto es que… bueno… me ha agradado. Por favor, vuelve a hacerlo…— Y sintió su mano nuevamente, dulcemente trazando su mandíbula, sus mejillas, sus labios… donde pausó… ella sintió el aliento de su compañero invisible, y por un segundo percibió una luz ligera, y una leve electricidad recorrió su cuerpo cuando sus labios se unieron en un beso etéreo que les unió en un amor infinito. 

Gabriela descubrió, sin asombro, que estaba enamorada del espíritu que albergaba su apartamento. 


Un amor inesperado

Cuando grité en silencio que estaba preparado para el amor, jamás pensé que el universo me mandaría tal ser para llenar mi corazón. 
No creas que lo vi de esa manera, ni siquiera se me pasó por la cabeza. Solo el tiempo decidiría que era amor, amor verdadero y amor como nunca había sentido antes. Mi corazón estaba lleno, tan lleno de luz y regocijo que… bueno, me estoy adelantando. Voy a empezar por el principio. 
Todo empezó con el final. Al llegar a casa había encontrado una nota en el recibidor junto a sus llaves del apartamento que habíamos compartido durante dos años juntos. 

No puedo más. No estoy feliz. 
Lo siento

Esas habían sido sus últimas palabras. Al intentar llamarla, el número estaba fuera de servicio. Si llamaba a alguno de sus amigos o a su hermana, solo me contestaban que lo dejara y pasara página. Así, como si nada. Como si no hubiésemos compartido sueños, momentos, estragos… y experiencias inolvidables durante más de cinco años. Debía olvidarme de todo ello como si no fuera más que el humo que se desprendió de esa maldita nota que quemé en el fregadero. Un amor esfumado como si nunca hubiese existido. Y tal vez nunca lo hizo. Tal vez lo imaginé. Tal vez lo viví como si hubiese estado encerrado en una burbuja, aislado de lo real y de un mundo que seguía existiendo, apático a mis sentimientos. 

Los próximos seis o siete meses fueron pésimos. Existía pero sin vivir. Era como si funcionara en modo auto-control. Mi mente estaba apagada y mi corazón arrugado como una pasa insípida. Mis amigos procuraban sacarme de mi letargo, bromeando y diciendo que la mejor manera de superarla era liándome con otra… sí, como si me apeteciera meterme en líos ahora. 

Empecé a evitar a todos, incluso ignoraba mi móvil cuando veía que era alguno de ellos. No tenía capacidad emocional más que para mi propio sufrimiento. Según escribo esto me doy cuenta de lo destructivo que era mi comportamiento… y no sé dónde hubiese acabado si no la hubiese encontrado a ella. 

Una mañana desperté, ahogado en una pesadilla en la que pedía amor. En la que rogaba por un amor nuevo que me salvara de mí mismo. El día estaba nublado cuando decidí salir. La tormenta no tardó en despertar. La lluvia golpeaba con fuerza las calles, violenta y sin piedad. A lo lejos los truenos amenazaban con acercarse despacio y traer los rayos con ellos. Me encaminaba a comprar un paquete de Lorazepam, sin los que era incapaz de pegar ojo y que me temía me tenían bien cogido por los cojones en una adicción sutil que había penetrado lentamente en mi vida. Caminaba aprisa, pues había olvidado el paraguas y hacía frío, cuando oí un vago maullar. Venía de un callejón. Un tímido maúllo, como una súplica, un último clamor de ayuda. Me acerqué hacia donde se encontraban unas cajas y cubos de basura, y escuché el gemido más definido. Rebusqué como un ser desesperado ansioso por encontrar la luz al otro lado del túnel. Era como si el gimoteo procediera de mi propia mente, pues era un grito de tal desesperación que resonaba en mi corazón disecado. 

—¿Dónde estás? Bsbsbsbsbsbsbssssss. Gatitoooooooo…. Bsbsbsbsbsbsbsbs….— Silencio… y el maúllo aumentó. Primero prácticamente inaudible, pero con cada bsbsbsbs mío, el grito de desesperación de mi interlocutor de cuatro patas creció. Y, de pronto, apareció. De entre lo que parecían miles de cajas de cartón, apareció una pequeña cabecita blanca con unos ojos enormes, azules como el mar. Seguidos por un cuerpo moteado de manchas grises, dos patas delanteras blancas, como botas que le cabían a la perfección, y dos patas traseras negras. Jamás había visto una criatura tan extraordinaria. Un gato… perdón, una gata, con un vestido tan insólito. 

—¿Estás aquí sola?— La miré con compasión y ternura. ¿Quién habría abandonado a tal criatura? Sorprendentemente, se acercó a mí y se restregó, temblando, contra mis piernas, como si me recordara de otra vida. No se apartó ni se asustó cuando me agaché a recogerla. Decidí llamarla Maisha, que significa vida en suajili. Porque, desde ese momento, mi corazón empezó a latir de nuevo, empezó a inflarse y a palpitar. El amor volvió a correr por mis venas cuando esa criatura inofensiva me miró por primera vez y su pequeña y áspera lengua lamió con ternura mi mano. Ella me devolvió la vida. Ella me salvó. Aquella noche no necesité los somníferos. Tras llevarla al veterinario y asegurarme de que estaba sana, llegar a casa, darle de comer y lavarla, ver una película juntos, nos dormimos hasta la siguiente mañana, cuando un tímido maúllo me despertó para avisarme de que alguien requería su desayuno. 

Mi nueva vida había comenzado. Mi nueva compañera de apartamento había decidido que quería quedarse conmigo. 

Han pasado tres años desde aquel encuentro fortuito. No sé si ella me eligió a mí, o yo a ella, o fue uno de esos momentos de sincronía de los que tanto había oído hablar, pero aquel momento me trajo un amor que jamás supe existía. Un amor absolutamente desinteresado en el que, con estar presente, compartir mi cariño y preocuparme, siendo yo mismo, sin necesidad de fingir, es reciprocado. 


Islas Afortunadas


En algún lugar en el Océano Atlántico, junto a la costa africana (a unos cien kilómetros al oeste de Marruecos y unos mil kilómetros al sur de España), se encuentran ocho hermosas hermanas bañándose en las aguas vigorosas del Atlántico. Allí descansan sosegadamente, sin perturbarse por lo que ocurre en el mundo, disfrutando de su relación simbiótica con el océano que tan tiernamente acaricia sus cuerpos volcánicos y precipitosos. Estas hermosas tierras, cada una con su personalidad distintiva y sus bellas cualidades, se conocen como Las Islas Canarias. 

Tuve la suerte de crecer en la isla situada más al este, Lanzarote: rodeada de un océano donde habitan criaturas increíbles e interesantes, cubierta de playas con una arena cálida, sedosa y suave, capaz de abrazar tu piel al echarte sobre ella con gozo absoluto. Una isla cubierta de lava y volcanes que te recuerda a películas de ciencia ficción pretendiendo ser Marte o mundos desconocidos que nadan libremente en las corrientes del universo (donde, de hecho, películas como “Enemigo Mío” (1985) fue rodada).

Una isla tan pequeña que la podrías recorrer en coche en un día y encontrarte con paisajes tan diferentes y enriquecedores que resultaría increíble creer que te encuentras en el mismo lugar. ¡Sí! Allí es donde crecí yo. No cambiaría ninguna de esas tardes al volver de la playa —mi madre gritándonos a mi hermana y a mí para que saliésemos del agua antes de convertirnos en delfines y así poder regresar a casa— por nada en este mundo. El sol escondiéndose tras el horizonte, mezclándose con el mar, creando una explosión de colores, despidiéndose del cielo con un abrazo que solo los amantes más íntimos entienden, uniendo sus fuerzas y transcendiendo esa orgía de tonos en llamas  a las nubes próximas y cualquier otra superficie que sus brazos dilatados alcanzaban. No podría imaginarme un lugar mejor en el que pasar mi infancia y crecer: mis memorias de esa vida me causan regocijo cuando me visitan.

No fue sino el año en el que estuve en California como estudiantes de intercambio en mi último año del bachillerato que recapacité sobre el nombre de las islas. Conocidas también como Las Islas Afortunadas (retomaré este punto más adelante), nunca consideré demasiado la razón por la que el grupo de islas a las que pertenece Lanzarote se llama Islas Canarias. Algunos chicos en mi clase de cálculo en Estados Unidos se metían conmigo por parecerles un nombre cómico. 

—¿Hay muchos (pájaros) canarios allí?— Me preguntaban, procurando provocarme. 

—Pues… no, la verdad.— Contestaba perpleja. Pero se había despertado en mi una curiosidad intensa de averiguar por qué, de hecho, tal nombre. 

Cuando decidí buscarlo por aquel entonces (hay que tener en cuenta que no existía ni Google ni ningún buscador, así que la enciclopedia era nuestro “buscador análogo”), decía que el nombre provenía del latín canis, que significa perro. Así que las Islas Canarias se convirtieron en mi mente en las Islas de los Perros. Cuando empecé a escribir esta reflexión, indagué un poco más, dando así con diferentes teorías en relación a la procedencia de dicho nombre. 

Se dice que las llamaron Islas de los Perros porque cuando los primeros exploradores llegaron, encontraron allí muchos perros salvajes (lo cual es cuestionable e imposible de probar). Otra teoría afirma que se debe al amplio número de lobos marinos (también conocidas como focas monjes) que se encontraban en el mar alrededor de las islas (inexistentes actualmente en las islas puesto que son una especie en peligro de extinción). Otra hipótesis es que puede provenir de la tribu beréber “Canarii”, puesto que se cree que la población de las Canarias proviene del noroeste de África. En cualquiera de los casos, ninguna de estas teorías se puede comprobar del todo, así que lo dejo en manos de tu imaginación para que adoptes la que más te agrade. A mí, personalmente, me gusta la idea de las focas, puesto que me encantan los animales marinos, y pensar que compartí esas mismas aguas donde me bañé con tanta frecuencia con esas preciosas criaturas me resulta fantásticamente enternecedor. 

Prometí volver al nombre de Islas Afortunadas, algo que se las llama afectuosamente hoy en día y cuyo origen es aún más difícil de comprobar, puesto que dicha teoría está mezclada con la mitología —¡genial, un tema que me fascina!—.

He aquí la historia que se esconde tras el telón de ese nombre. 

En la mitología griega, se creía que existía un grupo de islas donde crecía cualquier cosa sin mucho esfuerzo, algo más allá de las Columnas de Hércules (lo que hoy en día es el Estrecho de Gibraltar).  Dice la leyenda que Hércules se encaminaría hasta el fin del mundo en busca de unas manzanas doradas protegidas por las Hespérides (diosas ninfa de la tarde y del oeste, hijas de Atlas). Hércules triunfó con su tarea, que le llevó al otro lado de las Columnas de Hércules, llegando así al hogar paradisíaco de dichas doncellas. Se cree que ese lugar eran las Islas Canarias. 

Yo siempre creí que se llamaban Islas Afortunadas por el clima templado, siempre tan agradable —ni con demasiado calor, ni demasiado frío— y en un lugar que nunca enojaba demasiado a la madre Naturaleza, aunque en los últimos años han habido más tormentas y fuegos forestales. 

Con este pequeño ensayo he procurado explicar el nombre tan elocuentemente como he podido y con la intención de mantener tu atención y no aburrirte a muerte, querido lector. Empero, a ti que tal vez no conoces muy bien las islas o su situación socio-política, tal vez te preguntes que si se encuentran tan cerca de África deberían pertenecer a dicho continente. No es así. Las Canarias, como tantos otros lugares alrededor del mundo, fueron parte de la expansión del imperio español durante sus años de conquista por la época de los Reyes Católicos. Durante mucho tiempo, España y Portugal se pelearon, como niños con un juguete nuevo, por tomar el control de las islas —su situación geográfica era muy propensa al comercio marítimo—. Durante mis años en el instituto, mi profesora de historia nos contó —bromeando— que, básicamente, durante el Tratado de Alcazobas, echaron una moneda a cara y cruz y a ver a quién le tocaba. Como sabemos, a España le tocó Canarias, mientras que Portugal se hizo con Madeira, Azores y Cabo Verde. Tiene gracia, si te paras a pensarlo. 

Espero que te haya resultado una lectura amena y, tal vez, hayas aprendido algo nuevo que no conocías. Si nunca has visitado, te recomiendo unas vacaciones en esas hermosas islas, llenas de belleza y cultura. Descúbrelas y la magia que esconden en sus rincones. 

Gracias por leer. 


Orgía de colores

Cuando el verano te da vida
con su último suspiro,
llegas tímido, cauteloso,
preparándote para esa orgía de colores
que se despierta con tus dulces susurros.
De pronto los árboles visten
una luz magnífica y cálida, llena de vitalidad.
Cada hoja preparándose para su inevitable final,
su último descenso, marcando una nueva etapa;
un recordatorio de que cada árbol cubrirá su desnudez
con un hermoso y mágico manto blanco.


El arce

Hermoso, altivo, majestuoso,
montando guardia
como un fiel centinela,
a la entrada de un mágico bosque.

Vistes tu más hermoso traje,
carmesí como si sangraras,
con bolsillos que hacen juego
con la rebelde hierba
que se niega a cambiar de vestimenta.

Tan elegante y destacado
que se te divisa a lo lejos,
soltando parches de tu costura,
con cada hoja que te abandona
con un susurro silencioso y un tímido adiós.

No te apresures en desnudarte,
pues quiero poder deleitarme
de tu bello traje bermellón
por los escasos instantes
que noviembre me regale.


Una sonrisa amenazadora

¿Ves ese planeta que flota, girando alrededor de esa estrella tan brillante? Sí, ese que parece una bola azul rodeada de una sustancia nebulosa y con trozos de tierra de diferentes aspectos y tamaños.

Acércate más, centra tu atención en un punto, al sureste de Florida y al norte de Cuba. Esas son las Bahamas. Si ya rondas esa zona, fíjate en el mar que rodea la isla y concéntrate. Vamos a enfocarnos en ese punto, en el mar, más allá de la superficie. No temas, puedes sumergirte sin problema. No te arrepentirás. 

Allí, nadando libremente, me encontrarás a mí. Soy ese pez grande con rayas en mi cuerpo, como las de los tigres que viven en la tierra. Soy el que tiene cara de querer bronca y con pintas de ser de poco fiar, pero no te preocupes, eso es solo una percepción. En realidad, no tengo interés ninguno en hacerte daño, de hecho, más miedo te tengo yo a ti. 

Deja que me presente, soy Lennox, y vivo aquí, en esta zona precisamente porque es un santuario para otros como yo, es decir, tiburones. Yo específicamente soy un tiburón tigre (por eso de las rayas en mi cuerpo). 

No quiero robarte mucho tiempo, solo quería que me conocieras un poco mejor, pues parece que tu especie nos teme un poco —bastante. 

No voy a fingir y decirte que soy inofensivo, pero no voy por allí atacando a personas solo porque mi boca esté cubierta de dos filas de dientes bien afilados. Como prácticamente de todo, pero la carne humana no está entre mis degustaciones. Yo y los míos (otros tiburones, vamos), nos encargamos de limpiar los océanos. Somos, de alguna manera, las aspiradoras del mar. Nos encargamos de deshacernos de animales muertos y de mantener el equilibrio del ecosistema en el mar. Algunos de nosotros no somos tan diferentes a ustedes en que nos reproducimos de forma vivípara. En mi caso no es así, pero a pesar de ser peces, algunas especies de tiburones nos reproducimos internamente (vivíparos y ovovivíparos). 

El caso es que el miedo que ustedes han creado hacia nosotros, carece de fundación alguna. 

No les pretendemos daño alguno, y en el caso de fatalidad por nuestras manos, suele ser por error. 

El caso es que quería invitarte a mi mundo para que veas lo maravilloso que es y lo importante que somos para la salud de nuestros océanos y, por tanto, el Planeta. 

Nos asusta que ustedes no nos entiendan y sigan matándonos sin reparo. Con la pesca, para quitarnos las aletas, para participar en competiciones de caza de tiburones… Aunque he de reconocer que hay algunos en su especie que nos protegen, que luchan por nosotros, que nos quitan los ganchos que algunos de nosotros acabamos mordiendo por la captura incidental, que nos tratan con respeto e, incluso, cariño. 

Sólo pedimos eso. Respeto. 

Espero que este corto viaje a nuestro mundo, a nuestra vida, te ayude a entendernos un poco mejor, pues esperamos que tras cientos de millones de años viviendo en este planeta, los próximos diez, veinte… cuarenta, no sean los últimos de nuestra existencia.  


24 de julio, 2022

Ojos verdes

Ana despertó pasado el mediodía. Cuando las cinco de la madrugada habían venido e ido, aún no había conseguido pegar ojo. La insomnia se había convertido en una fiel amiga que la acompañaba desde las últimas semanas. El estrés y la ansiedad la consumían, preñando su mente con pensamientos e ideas corrosivos que carcomían su alma con una lentitud tormentosa. Desconocía el momento en que sus párpados por fin se dieron por vencidos y el sueño consiguió arrastrarla al mundo del subconsciente. 

Se levantó perezosa, desganada, sentada al borde de la cama, planteándose volver a meterse entre las sábanas y olvidar el mundo por el momento. 

Habían pasado seis meses desde la pandemia y su rutina consistía, en los últimos tres, en despertar sintiéndose medio muerta y sin ganas de nada. Empezaba a entender cómo debían sentirse los zombies. Había perdido su trabajo y a su pareja en la misma semana, y la soledad era la única acompañante que parecía preocuparse por ella. Con treinta y nueva años se encontraba en la boca de un abismo, seducida con la idea de saltar de una vez y que le dieran por culo a todo. 

El confinamiento obligado había exacerbado todos aquellos problemas con Toni que en su momento habían parecido simples nimiedades, puesto que entonces estaba al alcance la opción de alejarse para no echarle más leña al fuego. El espacio restringido de dos personas propensas a reaccionar antes de pensar no era una situación óptima para la prosperidad de una relación. 

Todas las palabras nunca dichas, o aquellas pronunciadas en un pronto que era imposible tragarse, culminaron en una explosión prepotente de gritos, resentimientos y acusaciones. La espalda de Toni era lo último que Ana había visto de él, poco antes de cerrar la puerta de un portazo. Con la simple memoria de su presencia las lágrimas inundaban sus ojos, desesperadas por escapar de su celda, dispuestas a hacer el trayecto por sus mejillas y perecer en sus pies desnudos. No estaba segura si le añoraba a él, o a la idea de él o, simplemente, el no estar sola. Nunca había sido muy apta en la soledad. 

Cogió su móvil que descansaba sobre la mesilla de noche. Eran las 12:43. Ufff. Entró en Instagram para evitar de momento sus sentimientos, solo para encontrarse con imágenes de amigos y conocidos que parecían encontrar la manera de no solo sobrevivir, pero vivir la vida, a pesar de las circunstancias externas. Siempre le había fascinado la facilidad con la que algunas personas seguían hacia delante. Era un dilema para ella. Siguió navegando la página principal mecánicamente, cuando de pronto se paró en una imagen donde unos ojos verdes miraban en la lente (y a través de ella), penetrando el alma de Ana. El gatito que buscaba un hogar no podía tener más de unos meses, era precioso. Una luz se encendió en su interior y una voz le susurró: “Ve, ahora. Te está esperando”.

Al cabo de unos meses, Ana se despertaba cada mañana sintiendo el ligero “masaje” en el pecho de unas pequeñas patitas, acompañado de un ronroneo delicado y paliativo. Luna, cuyo nombre había recibido por la mancha entre sus orejas que asemejaban una luna menguante y algunas manchitas alrededor que parecían estrellas, tenía su rutina matutina que incluía el masaje y un maullido apenas perceptible que emitía cuando estaba segura de que Ana había despertado. Ana la miraba entonces, y acariciaba su cuerpo gris que, aparte de la luna y estrellas en su frente, vestía un guante blanco en una de sus patas delanteras y una cinta blanca que recorría su rabo cual el de un tigre. Sin embargo, lo que más le atraía de ella eran sus ojos verdes, profundos como el océano y expresivos como los cuadros de Monet. Le fascinaba observar las pupilas que se contraían o dilataban según la hora del día. 

Ana había aprendido a reconocer sus variados maullidos y las distintas vibraciones de sus ronroneos. Luna era paciente. Parte de su estrategia con el masaje era despertar a Ana, y una vez conseguido, emitía el tímido maullido, acompañado por el ronroneo que iba escalando con cada minuto, hasta asemejarse al lejano sonido de un motor. Quería comer. 

Cuando por fin Ana hacía ademán de levantarse, Luna se adelantaba, saltaba de la cama y sus maullidos, ya más convincentes, parecían decirle: “Vamos a desayunar. Vamos a comer.” Ana sonreía cuando se frotaba entre sus piernas que, según había leído, era un gesto de dominación, aunque prefería pensar que era una combinación entre amor y dominación. 

Su vida había cambiado enormemente en las semanas que habían transcurrido tras la adopción de Luna. Se sentía útil y querida. Sus días habían empezado a abrazar una rutina que compaginaba con su carácter. Había encontrado un equilibrio emocional y unas ganas renovadas de vivir. Había empezado a trabajar para conseguir realizar su sueño, montando su propio negocio que, aunque aún en la infancia, iba progresando. 

Luna se acostaba en su regazo o junto a su ordenador mientras trabajaba y dondequiera que se hallaba en su piso, Luna no estaba muy lejos de su lado. El aislamiento no se hizo solo tolerable, sino también ameno. Se había convertido en una de esas personas que tanto le fascinaban. Alguien que había conseguido desechar su papel de víctima para tomar responsabilidad de su vida y sus decisiones. Sabía que se lo debía a Luna. Ella la había rescatado y le había devuelto la fe en el amor y en lo bonito que es vivir. 


24 de julio, 2022 

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